lunes, 22 de noviembre de 2010

Él…

Él…
Era muy rudo conmigo. Me ataba las manos para que no pudiera quitarle los dulces. El pelo me escardaba con un cepillo, para que pareciera un loco. Me soltaba mamporros a diestro y siniestro. Podía contar los días, que no me hacía llorar, con los dedos de la mano. Pensé que me odiaba.
Me encendió el primer cigarrillo, me hizo creer que sujetaba la bicicleta cuando yo pedaleaba por primera vez, hasta que me percaté de la mentira y me la di de bruces.
Saltamos a espiar a las parejas cuando hacían, lo que hacían, mientras él me explicaba que aunque los mayores decían que hacer eso nos podría dejar ciego. Él me replicaba que mejor ciego que imbécil. Que era lo mejor del mundo, que si no veía la cara de borreguillos que se les quedaba a los dos.
Rompimos nuestros primeros cristales de las farolas del alumbrado público. Matamos todas las lagartijas que pudimos.
Nos hicimos mayores y fuimos comprobando la verdad de las enseñanzas del arduo corretear entre carros llenos de mugre.
Del sabor de la escayola en casi todas las extremidades, después de saltar lo insalvable. Me decía para mis adentros que este tío era un cabrón, que me quería matar.
Él había probado todo antes, y claro sin yo saberlo, él decidía qué me enseñaba.
Recuerdo cuando me sacó del pozo, donde hacíamos flexiones con el cuerpo colgando. Todos estábamos, era la prueba de fuego. Y como todos, me caí. Pero como siempre, nadie se metió a salvar al caído. O sea Yo, el idiota de turno.
Excepto aquel día. Él no le pensó siquiera un momento. Se lanzó, y en tres dentelladas me había sacado de aquel lugar horrendo, de aquel antro de humedad y siniestras criaturas.
Pero un día me dijo; se acabó. Tú sigues por ahí. Fue el día de mi graduación. Nunca podré olvidarlo. Él me lo dio todo, me enseñó todo. Incluso me enseñó la verdad del amor. Si se sabe perjudicial para el otro, la manera de ayudarle de verdad, es no estar cerca. Si su influencia es una enfermedad, lo mejor es desaparecer.
Aquel día, estaba contento por la graduación. Desgarrado por su pérdida. Hoy comprendo el gran amor que me tenía. Me dejó marchar, pues  me había enseñado todo lo bueno que sabía. Lo que quedaba, no era más que maldad.
Adiós, te echaré de menos, Amigo.

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