El Sueño Lácteo.
Su cabeza era una olla a presión, la pesa daba vueltas y más vueltas. Una idea y otra, surcaban de un lado a otro, en forma de agua, en forma leche, en forma de letras. Un cántaro llenado desde un pozo, una lechera repleta desde las mismas ubres de Preciosa, la vaca. Un libro lleno de letras desde aquella dócil mano que febrilmente se afanaba en contar sus historias. Embellecer el cuento que su madre le solía tararear a ritmo de nana, para que se durmiera. Todas las ideas discurrían por el verde prado de su imaginación, ninguna entrechocaba con las otras. Todas crecían, todas funcionaban. El cántaro en cada paseo se veía más lleno. La lechera rebosaba su alimento albino. Las hojas repletas de letras se amontonaban sobre la mesa en meticulosa disposición.
En un onírico momento el cántaro se llenó. Detrás venía la lechera a tope. Y las hojas terminaban de completar el hueco predeterminado que entre las cubiertas esperaban para consumar la obra maestra, el libro. Los tres se miraron, pues ha llegado el momento crucial, se dijeron. Ir al pueblo, llenar de satisfacciones a los hombres, para con ello ser bien acogidos y premiar así mismo a nuestros creadores, que por su esfuerzo se lo tienen merecido.
Es el momento álgido del sueño, cuando hay que saltar la empalizada que separa los dos mundos. El onírico y el real. El cántaro, más valiente, saltó primero. El cálculo de la altura, por falta de experiencia, conllevó a dar de bruces contra el palo superior, para romperse en mil pedazos. Desparramando tanta y tanta agua acumulada. Su riqueza serviría para dar de beber a los otros seres del prado verde, así se dijo para autocomplacerse. Otro momento llegará.
La lechera enrabietada, se dijo a mí no me va a pasar. Se encaminó a la empalizada para subirla, poco a poco. Sin contar que ella estaba diseñada con asas para ser asida por ellas, pero no para asirse. Así fue como no pudiendo asirse se hizo un alma en pena derramando su preciado manjar, al resbalarse y quedar volcada. Buena cuenta de su lácteo contenido, dieron unos preciosos gatiños y perriños por allí al acecho. Tan preciosos eran que arrancaron una sonrisa en la lechera, diciéndose no hay mal que por bien no venga. Quién si no, iba a alimentar a estas criaturitas.
El libro, más cobarde, esperó al último. Los demás no pensaron en cobardía, sino que su sabiduría le indicaba esperar, estudiar y aprender. Cuando se dio cuenta había superado la empalizada, parecía todo marchar viento en popa. Pero la realidad era más dura de lo esperado y fue cuando ese viento se tornó para darle en pompa. Llegaron los censores, que dicen que se pone, que se quita mariquita. Llegaron los esgaes y cortaron porque es un copiaypega, porque eso no se puede cantar en la ducha, que su creador se mosqueará y mierda paellos.
Entre unos y otros hicieron la realidad muy cruel para la vida del libro, lo reventaron. Así que cuando estuvo a punto de explotar escapó. Corrió y volvió al país del sueño lácteo que él bien conocía. Por donde se movía como pez en el agua, hasta de cántaro.
Donde pudo esparcir sus ideas, sin censores, sin esgaes y tantos hijos de su madre, que no dejan vivir en paz y tranquilidad a las letras. Estas desde entonces se reúnen para formar palabras jugando, juntándose en frases jugando y dando forma a historias increíbles pero ciertas, jugando. Y se decía ahora sí, estas historias alimentarán a otras más bellas, en la mente de los lectores. Gracias, se dijo. Aunque sea en la testa de un soñador.
Para Olina.
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